El espectacular descubrimiento paleontológico anunciado esta semana, el
Homo naledi hallado en una cueva sudafricana, es el último recordatorio
de que nuestro conocimiento de la evolución humana es todavía muy
fragmentario, y de lo muy probable que parece que la paleontología nos
depare aún muchas más sorpresas. Su metro y medio de estatura y 45 kilos
de peso, así como su escasez craneal —medio litro, comparado con
nuestro casi litro y medio— parecen situarle entre los primitivos
australopitecos, el grupo de especies que merodearon por tierras
africanas entre cuatro y dos millones de años atrás, poco después de que
nuestro linaje se separara del de los chimpancés (hace cinco o seis
millones de años). Pero junto a esos rasgos primitivos, el Homo naledi
muestra otras características avanzadas que, según sus descubridores,
justifican su inclusión en el género Homo. Estos rasgos modernos
incluyen un cuerpo estilizado, posición erguida, dientes pequeños,
pulgares oponibles y pies aplanados. El nuevo homínido (hominino,
técnicamente) presenta por tanto una amalgama de cualidades antiguas y
modernas que parecen idóneas para una especie de transición entre los
géneros australopiteco y homo. Lo que podría llamarse un eslabón
perdido.