Explica cómo pintaban tan profundo en las cuevas con luz, sin manchar las paredes de negro y sin ahogarse con el humo.
UN JUEGO DE LUCES Y SOMBRAS
Con luz artificial y plana, esa multiplicidad de miembros en los animales no es más que eso: figuras deformes sin sentido dispuestas sobre relieves. Si lo que ilumina una cueva es una lámpara de tuétano, como las que utilizaban los prehistóricos mezclando grasa con hierbas secas, el ojo humano puede apreciar una serie de sombras y claroscuros en las rocas. Eso es lo que hace que una imagen en principio estática adquiera movimiento, que la composición se vea teatralizada, que sus elementos “vayan y vengan”.
Lo explica a este medio Daniel Garrido, coordinador de las cuevas prehistóricas de Cantabria. Esa luz surge gracias al fuego. Es una luz en movimiento que ayuda a “animar” las múltiples extremidades, a completar las figuras que, adrede, aparecen incompletas. Esto es más difícil en el arte rupestre al aire libre, como el citado de Portugal, aunque algunos estudiosos piensan que ese juego de luces se podía recrear al caer la noche.
Desde siempre se ha tenido en cuenta el uso del fuego en la prehistoria como un elemento para calentar o iluminar, pero pocas veces se ha ligado al arte. Sin embargo, hay pruebas de que era un instrumento utilizado para observar las pinturas, especialmente cuando cerca o debajo de esos grabados han aparecido restos de carbón. Eran fuegos fijos y permanentes.
Hay ejemplos de esto en los yacimientos de El Castillo y en la Cueva de El Bosque (Asturias). En esta última se puede ver un panel con más de treinta cabras (algunas de pie, otras tumbadas, otras bailando...), y justo debajo restos que indican que hubo fuego.